Déjame quedarme aquí



Viajo en el tren hablándome. Con los audífonos puestos y diciéndome cosas. Y nunca me sentí desequilibrado por eso. O no sólo por eso. Lo que sí, es que al hacerlo-con alguna también desequilibrada frecuencia-recibo miradas que denotan cierta extrañeza. Esta vez, se trató de una chica de unos veinte años quien me observaba con gesto de no entender que tanto me decía a mí mismo. El caso, era que estábamos frente a frente lo que volvía imposible evitar mirarnos. Entonces, acerqué a mis labios al micrófono del dispositivo hands free de mi teléfono móvil, seguí hablando y le devolví la tranquilidad a su cara. Con lo que, quiero creerlo así, ya no creyó que estaba loco. Igual y pienso que nunca hay que fiarse en demasía de lo que parecen decir mis actos. No obstante, antes de bajar en la estación de mi destino dejé caer el cable del micrófono y dije pausadamente casi sin despedir sonido: “Hablo solo, estoy loco”.

Bah, solo la quise joder un poco.

Ya luego me fui riendo.

Después de unos minutos, caminaba observándolo todo, escuchando “Let Down” de Radiohead a todo volumen y tocando una guitarra imaginaria en medio de la calle. Otra vez-sí, otra-me miraron como si estuviese chiflado. Lo que, ahora que lo pienso, probablemente sea cierto: un poco loco estoy.  

Y fue, precisamente, por alguna clase de demencia que acepté volver a verla.

De todos modos, ya estaba por entrar a ese lugar y ya no era momento de pensar en nada. Todavía le temo. ¿Para qué negarlo? Pero, tampoco, es que buscara ocultarlo. Es sólo que no andaba seguro si aún me temblarían los labios si me volviese a clavar su clásica mirada con la que me decía-así clarito-que era mi dueña. Que era suyo y de nadie más.  Y: “Que se jodan todas”, como ebria gritó mirando a todos lados alguna vez en mi bar preferido que lucía repleto de todas mis amigas. Era mi cumpleaños.      

Llegó. Me besó, como siempre, la frente y se sentó. Guardé mi teléfono, me saqué los lentes y los puse encima de la mesa. Luego la miré fijamente y cerré los labios. Después, respiré un tanto exagerado como para darle algún sonido al ambiente y que eso consiguiese ofrecerle un intervalo de calma a nuestro tenso cruce de miradas.

—Elegí este lugar para ti, ¿llegaste bien? ¿Te gusta? —dijo y preguntó un tanto nerviosa.  
—Estamos lejos de todo, está bien. Me gustan así, sin mucha gente—dije sintiéndome el dueño de ninguna situación. 
—Te conozco bien. Como na-di-e— sentenció.    

Tomaba un vaso con limonada helada cuando me quedé en silencio. En ese instante pensé en lo mucho que me gustaba que incluso desde el inicio de nuestra conversación ella estuviera en desacuerdo con casi todo lo que dije. Creí, sin temor a equivocarme, que era su mejor forma de demostrarme que estaba orgullosa de mi influencia sobre ella.

Y olía muy rico todo el ambiente. Era ella, obvio. Con lo que comprobé que los olores son vehículos que consiguen hacerte sobrevolar sobre una especie de escenografía mental de momentos vividos.

—Antes de irte, abre el cajón que está a tu derecha—le dije no queriendo parecer tan amable y mucho menos cariñoso. Era su jefe, al menos en lo laboral.
— Está riquísimo, gracias—dijo visiblemente emocionada y sorprendida por el perfume que le había comprado y obsequiado.
—Estuve buscando una fragancia que huela a ti. Esa eres tú. Huele y sabe a ti—dije bajando la guardia por unos pocos segundos.

Ya pasados los años, ahora que estamos sentados en la misma mesa y frente a frente, siento como un ligero viento trae hacia mi esa misma fragancia. La sigue usando.

Me alegró eso, lo confieso.

Todo es rebatible, quedarse callado es una gran cojudez. Eso le solía decir cuando era mi asistente estrella y arma letal en los juicios imposibles. Para la carrera, no le bastaba con ser linda; tenía que tener muchas lecturas encima y así se lo repetía siempre que podía. Por ese entonces, incidía en que no lo tenía que tomar como una simple afición, sino incorporar la buena lectura como parte de su aprendizaje de vida. Leer, tenía que entenderlo, le permitiría tener el verbo que necesitaba para desmoronar las más sustentadas pretensiones de cualquier caso legal.  

Y debía ser pendeja, muy pendeja. En el buen sentido, claro.      

Poco a poco, mientras la conversación avanzaba y transitábamos temas triviales fue que llegamos a donde esperábamos arribar: lo personal. Me dijo, ahora sí del todo nerviosa, que su enamorado le había propuesto que sean novios y que había aceptado. Entonces, inferí que ese era el objeto del almuerzo. Por primera vez en toda la tarde, se hizo un silencio vacío de todo. Fue como oír ese sonido que no conozco, pero que presiento debe ser igual al que vivía en ese momento: el de la muerte.  

¡Es que no podía ser! ¡No! Me estaba anunciando su casamiento mi mejor pupila, mi mejor hechura y, principalmente, mi mujer. En ese segundo, perdí mi sentido de la perspectiva, perdí el sentido del humor e igual la felicité. Me puse de pie y la abracé como el amor de su vida que soy.

En adelante, y para su entrante nueva vida, ya poco habría de importar que ella ame la música que yo quise que escuche, que muera por los autores que yo decidí le convenía leer a ella, que todavía compre su ropa en las mismas tres tiendas a las que la llevé buscando resaltar su hermosura, que hable exactamente igual a mí y que me ame tanto como yo a ella.

Como dice Fuguet: “Al final, amar tiene algo de mentira”.

Llegó la comida justo cuando me estaba diciendo que nunca fui una persona normal.

Nunca quise serlo, le dije.

En eso, ella agregó que la historia de mi vida estaba atestada de indecisiones y que esa era mi debilidad. Dijo, además, que nunca tuve los “huevos” de querer como la gente. Que todo lo estupendo que a su juicio soy, se ve desmoronado por lo oscilantes que pueden llegar a ser mis sentimientos. Y que su novio no era así, que él sí sabe lo que quiere: ella. 

Me contaba de él y yo caía en la cuenta de la verdadera razón por la que había insistido tanto en estar sentada otra vez frente a mí.  Todo lo que le celebraba a su novio eran justamente sus debilidades. Pero ella, a ese momento, prefería la seguridad. Y él se la daba. Pero, claro, aquel individuo-de lo tan enamorado que anda-no le objeta ni media palabra a la mujer fantástica que tiene al lado. La que "hice" para mí y que él ahora disfruta. A mi mujer.

Luego de ello, y sin ninguna intención de revancha, le hablé en detalle sobre ella. De la chica que actualmente me gusta. A ese momento, su mirada quedó inerte; miró mi teléfono como queriendo arrancármelo y hurgar de quien se trataba. Después de eso, ya solo hablé de ella y sus circunstancias. Ya al final, le comenté que a ese momento ella estaba en Madrid por un mes y que habíamos decidido hablar sobre decisiones mayores a su vuelta.   

—La quieres—dijo no sé si en tono de pregunta o afirmándolo.   
—No sé, me gusta que no jode. Ya, fuera de bromas, es una estupenda chica.    
—La quieres, lo que dije fue una afirmación. Es que nunca me hablaste tanto de alguien. Llevas una hora hablándome de lo supuestamente genial que es.
—¿Y? Si de ti sigo hablando, cojuda. Apareces en muchas de mis conversaciones, te nombro más de lo que quisiera. Ya luego te alucino haciéndolo con ese imbécil y me olvido. 

Nos sentimos extraños de estar aconsejándonos el uno al otro. Ella me daba los tips para ser menos yo y parecer ese chico enamorado que toda mujer quiere ver. Yo, por mi parte, le aconsejaba que lo mejor que podía hacer era ser como fue conmigo, que con la mitad de esa faena lo tendría comiendo de su mano al bobo de su, ahora, novio.  

Pagó la cuenta mientras yo seguía hablando de la chica que me gusta. Me dijo que era evidente que esa chica estaba enamorada de mí y que también era clarísimo que me conocía mucho, porque solo alguien que tuviese mucha información de mi habría logrado encandilarme de esa manera. Agregó que decida si me interesa y que sólo en ese caso hable con ella a su vuelta de Madrid. 

—Ya no estás para joderle la vida a nadie. Habló la víctima—dijo riéndose.

Caminábamos de vuelta a su trabajo cuando discutíamos cosas ya de nosotros, hasta cuando intempestivamente me dijo que lo mismo que le hice a ella se lo estaba haciendo a la que estaba en Madrid: hacerla abrigar esperanzas de un futuro y de una familia feliz que jamás tendrá conmigo. Fue, entonces, que discutimos fuerte. Le dije que ella tampoco fue una carmelita descalza de convento y que sabía que también tuvo parte de culpa en aquel final. Después, le grité-en tono de jefe-que nunca había estado tan interesado en alguien como lo estuve por ella. Todo se puso como en modo pausa en ese momento y pude ver cómo le brillaban los ojos.

E igual reclamó mi desidia.

En eso, la traje con dirección a mí tomándola de la cintura. Ella parecía ser una seda avanzando entre mis brazos hasta tenerla a medio centímetro de mi nariz. Inesperadamente, me besó muy cerca a los labios y apoyó su rostro al mío. Pocos minutos después, me separé lo más amable que pude.

Llegamos a su oficina y me hizo entrar para enterarse más de ella. El tema la cautivaba. Pero me cuidé de no decir su nombre completo, para evitar despertar a la “sabuesa” que años antes formé y decida investigarla. Pasamos otra hora hablando de la chica que me gusta, hasta cuando tuvo que pasar por ahí su jefe para que ella decidiese retornar a sus labores.

Un almuerzo de tres horas es un privilegio que pocos nos permitimos.  Me agarró el rostro y me besó esta vez sí posando sus labios en los míos.  Y se fue así como llegó a mi vida: abruptamente. 

“Quiero saberlo todo de ella, quiero que me digas que quieres tú, para qué y sobre todo por qué. Me avisas”, me escribió por Whatsapp un minuto después que se fue.    

No quise saber nunca más de ella. Y no por molestia o por no sentir ganas de verla u oírla, sino por algo muy mío: el respeto a la historia. Simple: lo que está escrito, inicia y termina en un justo momento. Ni antes, ni después.

Pero hoy es sábado, es de noche, en mi estudio suena la misma canción de Radiohead, acabo de descorchar un vino y hoy que publico la historia semanal en mi página de relatos te la he querido dedicar.

Entonces, muchachita ojos de papel, te dejo por aquí un pedazo de mi corazón, en forma de texto despechado, como regalo de bodas.

Sí, para ti. 

Sé feliz.      

Vuela tan alto como puedas.

Y a mí.... 

Déjame quedarme aquí. 


Tomorrow


Después de pensarlo, caigo en la cuenta que es difícil saludarte en esta fecha. Y lo es hasta para mí, digo la verdad. Pese a que presumo de tener cierta facilidad con las letras. Sucede que me enfrento con el intento de evitar las frases hechas y los lugares comunes en los que encallan todos cuando, en su intento de expresar cariño, envían sus mejores deseos y el querer—mayor o menor—que les inspiras. Lo que no está mal, ojo. Porque cada quien elige su mejor manera de visibilizar o exteriorizar de alguna manera su afecto.

Lo que sí, es que uno por el solo hecho de cumplir puede seguir ese ritmo y sacarse el tema de encima. Pero no. Entonces, puesto en ese caso, pienso que algo de lo poco que puedo hacer es escribirte algo y con eso esperar que mis letras logren dimensionar la importancia de tu presencia en mi vida y la trascendencia estelar de tu amistad en mis días.

Por eso, o en razón de eso, es que aquí no vas a leer: “Feliz cumpleaños”, “Que hoy Dios te bendiga y cuide“ o el repetido: “Pásalo lindo”. No. Aquí no hay espacio para ello. Para eso hay muchas personas. Yo no. En mi caso, solo puedo decir: Gracias. Muchas gracias por todo. Por los consejos, hasta los muy duros que me das. Por entender que me puedo manejar eficientemente en muchos contextos y en otros no tanto. Por la paciencia, que sé te cuesta tenerla, cuando me explicas algo que supones mi inteligencia debería descifrar sin tu ayuda. Por la confianza depositada en mí cuando tu vida se puso de color gris. Por ese abrazo que me diste mientras me decías que me querías y que era el mejor de tus amigos. Por todas esas noches de alegría con tus ocurrencias en muchos lugares que no conocía y que incorporé luego a mi vida. Por ese mensaje donde me deseaste “Feliz Navidad”, cuando sabemos que tú no celebras esa fecha. Por ser visceralmente sincera en todo lo que me dices. Por defender, muchas veces, el lugar que me diste en el entorno directo de tus afectos. Por tomar un poco de tu tiempo para preocuparte por mis circunstancias. Las que son, a veces, muy cojudas. Lo sé. Por tener en cuenta mis opiniones aun estando en desacuerdo. Por todas las estupideces que compartes conmigo y de las que nos hemos reído a morir. Por hacer, desde tu amistad, un poquito más feliz mi vida. Por escucharme igual aunque por dentro desees enviarme al carajo por lo duras de mis palabras. Por tu invaluable ayuda con mis textos. Por decirme las cosas que nadie se atrevió a revelarme sobre mi actuar o pensar. Por conocerme mucho y acertar tanto en tus impresiones. Por entender que uno da cosas materiales (con fecha caducada) y no gestos como este, que espera sobrevivan al paso del tiempo, por estar cargados de amistad y cariño. Por comprender que, en ocasiones, uno no está donde quisiera, sino donde debe estar. Por esa noche que sonó “Tomorrow” y por la amistad que nació desde ese segundo. Por todos esos brindis repletos de amistad y sinceridad. Por confiar en que todos pueden fallar menos yo. Por desearme la mayor felicidad del mundo y por toda tu buena energía para que las cosas sucedan mejor en mi vida. Por tu sencillez y porque contigo aprendí que lo mejor de las personas no yace en lo que tenga materialmente, sino en lo que te diga su alma. Por haber sabido aquilatar los momentos de quiebre de la amistad y dejar pasar mis desaciertos en ese sentido. Por pasar por alto que soy un  escritor algo melodramático y entender que estas líneas se tiñan un poco de eso.

En suma, gracias por tu sincera amistad y, tal como oportunamente te dije: ya se fueron varios y pocos seguimos por aquí. Porque así la vida dicte que se sigan yendo otros, la luz de mi amistad va a seguir brillando. Hoy y siempre.          


Cero


Acabo de llegar de un concierto al que he asistido solo para oír esa canción en directo. Pasa que cuando hace unos meses me enteré, por casualidad, que ese cantautor llegaba desde España a Lima, de inmediato compré el boleto por Internet. Es que es nuestra canción, así tú no te hayas dado por enterada aún. Corrijo: es nuestra nueva canción. Lo raro es que no sea de Silvio, Charly o Calamaro.     

Hoy con esa cerró el concierto. Acabó y me fui. Quería escribirte, lo tuve en mente todo el recital,  y por eso esperaba que suene esa canción para pedir mi taxi e irme.  

Y ya estoy aquí. Entonces, en medio del silencio me sirvo un trago, extraigo ese libro, leo un texto de Lucho Hernández y todo empieza de vuelta. Ahora es que creo que él y yo nos parecemos en algo: escribimos cartas de amor y no nos preocupa lo básicos que podrían parecer los lugares comunes en los que te hacen encallar las palabras que aluden a ese sentimiento.   

Ah, también citamos canciones y usamos partes de ellas. En inglés, en su mayoría.

Y decimos “te quiero” sin despeinarnos y sin preocuparnos si eso le pudiese restar altura a nuestra escritura.

Que igualado me sentí en eso último, la puta madre.  

Es todo como lo hablamos muchas veces: es difícil escribir “en simple”.

Pero, claro, en nuestro caso es distinto: Betty perdió a Lucho, a ella se le fue quien le escribió las cosas más hermosas que he leído del amor. Y yo te he perdido a ti, pero sigo escribiendo puntual estas estúpidas cartas urgentes que siempre lees y nunca respondes.   

En otras noticias, JM—que escribe estupendo y no necesitaría plegarse a ninguna  oleada de rabia—ha compartido ese artículo infestado de rencor con el que intentan bajarlo del pedestal al estupendo escritor Karl Ove Knausgard. Alguien me dice que la actitud de JM se explica en su tendencia izquierdista y en su total insatisfacción con el sistema y con todo. Y, aunque no muy convencido, he oído esa teoría. Luego la he analizado y sigue sin cerrarme del todo.  

E inevitablemente he recordado esa escatológica frase que oímos en una olvidable película argentina: “El éxito es como el pedo: si no es propio, molesta”

Igual estoy pensando que ya no queda bien que siga diciendo que amo como escribe Knausgard. Hoy, más bien, queda perfecto decir que no puede ser que un supuesto gran escritor escriba 3,500 hojas y nadie recuerde una sola gran cita entre el medio millón de frases que ha escrito el noruego en su popular saga.  

Lo seguiré diciendo, lo sabes. Es más, me encanta la idea que todos se desencanten y solo me guste a mí.        

Y, no pues, no recuerdo una gran frase. No al menos en los tres tomos que compré de la saga. Hay felices descripciones, eso sí. Yo digo que me gusta el lugar de observación en el que se ubica y lo efectivo que puede ser en el aporte de detalles relevantes a sus textos. Y eso lo puedo defender ante quien sea. Por cierto, a ti no te gusta Knausgard, lo intuyo. Tu tiempo lo veo mejor ocupado con Westphalen, a veces con Cisneros o Eielson. La poesía es lo tuyo. Y la pintura, como no. Llegado el caso, preferirías mil veces oír a Spinetta que leer a Karl, lo sé. Encerrada en ese al que denominas tu mundo rizomático eres feliz, lo viví. 

Pero hagamos algo: asumamos esta noche como especial. Dale, engánchate. Ahora sal de tu cuarto, abre un vino de ese español que te gusta, lee algo de Lucho y vuélvete a preguntar qué haces tú allá y yo aquí. Y vuelve a leer mis cartas, pero no llores. Piensa que tampoco estamos tan lejos, mientras repitamos el ejercicio de siempre: yo escribo, tú lees.        


Dondequiera que estés


—A lo mejor, deberías contemplar la posibilidad que vuelva a casa—dijo el médico. 

—No—respondí mirando al suelo.

Estaba desolado. Buscaba inútilmente el arrancarle una esperanza al señor vestido de blanco que tenía en frente. Enseguida, lloré bajito como tratando de no hacer ruido y luego sequé mis ojos con la parte inferior del polo que llevaba puesto. 

—Ha empezado a irse, ahora sí —siguió diciendo el médico, mientras sentía las yemas de sus dedos apretarme el brazo derecho. 

Sin mediar palabra, abandoné ese consultorio y caminé por el pasillo hasta el salón donde esperaba mi familia. En esos pocos minutos hasta llegar, pensé lo contradictoria que es la vida pues era, justamente, yo—el primer nieto de entre siete hermanos y primer sobrino de mis tíos—quien debía llevarles la peor noticia de todas. Cuando fue mi nacimiento, dicen ellos,  la mejor noticia que pudieron recibir.    

En esos segundos, caí en la cuenta que nunca antes me encontré en una circunstancia siquiera parecida. Pensé de todo, desde cosas que me servían hasta las más tontas (o, quien sabe, realistas) como que luego de las lágrimas, tal vez, algunos de esos siete personajes iban a pelearse por apresurar la división de los inmuebles y muebles de mi abuelo. Entonces pensé que si existía un Dios—que dicen que todo lo decide—ojalá y se pudiese enterar que yo no esperaba recibir ni siquiera el botón de su camisa más olvidada. Yo, en cambio, solo pedía verlo fuerte diciéndome por muchos años más cosas como que nunca presuma de las cosas materiales que pudiese obtener, sino de los conocimientos que haya adquirido y, claro, su infaltable consejo que me alimentara sano y dentro de un horario que sea inamovible, porque el trabajo intelectual requería estar siempre bien alimentado. 

Retrocedo a mi zigzagueante vida de los diecinueve años, me ubico en ese momento y me envuelve una súbita desconexión del presente. Esa tarde almorzamos juntos. Casi siempre procuraba que coincidan mis labores de practicante explotado para poder llegar y conversar un rato con él. Le llevé una bolsa de caramelos de limón y, como siempre, él  se iba y metía sus caramelos preferidos en el primer cajón de su mesita de noche. En eso, salió y me retó a alzar un inmenso saco de arroz que no sé quién había puesto en la sala. —Levántalo, hijo, dale —me dijo. Lo intenté y no pude ni moverlo. —No es fuerza, es maña—como todo en la vida, aprende—siguió diciendo mientras ya el saco de arroz lucía encima de sus hombros.

Esa tarde lo noté más elegante que de costumbre y olía a su clásico perfume “amaderado” que usaba solo para ocasiones especiales. Lo vi y pensé que mi vestir no era tan distinguido puesto a su lado. Llevaba una impecable camisa blanca que yo le había regalado alguna vez en el día del padre, pantalón azul y en la mano una chompa delgadita también azul y de rayas horizontales plomas. Dijo que se iba a una reunión con sus excompañeros de trabajo de la fábrica de vidrios donde prestó servicios por casi treinta años. Estaba contento. Sin dejar de mirarlo, sonreí y saqué un billete que no me quiso recibir.  Guárdalo para tu título—dijo mientras cerraba la puerta al irse.   

Vuelvo.

Seguí caminando y ya les podía escuchar las voces. Estaban todos. Hijos, nietos y hasta bisnietos. Cuando llegué al final del pasillo y doblé a la derecha no sé de donde saqué fuerzas y les comuniqué que esa misma noche me llevaba al abuelo de vuelta a casa. Que él me lo había pedido y que, además, su médico recomendaba eso. Les dije que nadie debía llorar porque el abuelo estaba lúcido y que para malos ratos ya había tenido  suficientes al haber sido trasladado de tantas Clínicas. Nadie respondió nada y solo atinaron a asentir con la cabeza. Solo mi madre abandonó el salón. Después, me asomé por la ventana y la pude ver abajo en la calle tomándose la cabeza llorando. Yo seguía fuerte.

Regreso al pasado otra vez.

Esa noche estábamos, ahora sí, todos muy elegantes. Mi abuelo con un saco negro, camisa blanca, corbata de seda y unos zapatos que parecían de charol de tanto que brillaban. Salí desde donde estaba con mis pares sólo para ver si ya había llegado. Estaba con mi toga, me estaba graduando en un espléndido salón de un lindo hotel. Lo vi y nos abrazamos fuerte. Me miraba con cara de orgullo y yo estaba feliz de regalarle ese momento a sus ojos.  
   
—Abuelo, cuando me llamen al estrado vas a escuchar bien lo que se diga, ¿ok?—le dije antes de volver con los otros graduandos.

Cuando me llamaron, y mientras caminaba, lo buscaba entre la gente y le pude ver esa inmensa sonrisa con la que me gusta recordarlo. “Porque tú me enseñaste a hacerlo todo con amor. Para ti, querido abuelo, es esta meta cumplida”, fueron algunas de las palabras que dijo el animador mientras oficialmente me graduaba en la carrera de Derecho y Ciencias Políticas.  Al salir, nos fuimos a un restaurante de parrillas a celebrar con mi familia. Él, como siempre, ocupaba la silla del extremo derecho y yo a su lado intentando seguirlo en su agudo sentido del humor. En un momento de la noche, se fue a los servicios higiénicos y tardaba en volver. Lo busqué con la mirada en el pasadizo que conducía a ellos y ahí lo pude ver haciéndome señas para que me acerque. Me paré y me dirigí a darle el encuentro, llegué y lo vi con los ojos llenos. Entonces, sacó una especie de pañuelo de seda el que doblado parecía llevar algo dentro. Lo abrió y era un lapicero hermoso. Brillaba muchísimo y nos podíamos ver reflejados en el mismo.

—Salgo más cabezón en ese maldito reflejo—le dije y nos reímos de eso.

—Este te va a servir de mucho, hijo. Estoy tan orgulloso de ti—me dijo entregándomelo.

Lo organicé todo. Con uno de mis tíos fuimos a contratar el servicio de enfermera y equipamiento clínico por veinticuatro horas, pero ya para su habitación. Mi abuelo desde que fue internado en su primera Clínica nunca más se pudo poner de pie. Otros de mis tíos fueron a acomodar todo en la casa para su regreso. A mi madre y a mi tía les pedí que se calmaran y que lleven comida porque todos íbamos a comer felices frente a él.

Con la puta pena adentro, pero juntos y con fe.

A mi abuelo, la medicina le dio tres meses de vida. Nuestra fe le regaló nueve meses más. Duró un año. Y fuimos felices, muy felices, y no nos amilanó ni siquiera el deterioro que el cáncer iba causando en él. Una madrugada, como otras tantas, me llamaron para decirme que se había puesto muy mal y que llegue pronto. No tuve duda que esa era la noche y me fui en el taxi pensando que el momento de despedirnos había llegado. Entré, lo vi y él apenas y pudo fijar su mirada en mí. Lo levanté con una inusual brusquedad y todos me miraron raro. Cuando lo tuve entre mis brazos ya había llegado el médico. El último movimiento que hizo mi abuelo fue recostarse en mi pecho para dormir para siempre. Todos quedamos en silencio. Entonces lo eché en la cama y salí de la casa. 

A solas, juro que me quebré como nunca antes. Casi como cuando termino estas líneas. 

Y, como siempre, tuviste razón: porque ahora que no tuve fuerzas para seguir, apareció esa mágica maña de la que tanto me hablaste para ayudarme a terminar de escribir estas líneas que espero puedas leer dondequiera que estés.

Esperando nada


Conociéndola me estaba conociendo a mí. Eso lo tuve claro a los cinco minutos de alternar con ella en la barra de ese bar. Por eso, tiempo después, no me sorprendería su singular forma de querer: siempre con el radar prendido e invariablemente en estado de alerta por si alguna mejor presa se dejaba avistar en el bosque de su vida. Y más me vi reflejado en ella, cuando caí en la cuenta que siempre mantenía el freno de mano a la vista. Así igualito era yo. Quizás por eso le tuve mucho miedo. Tal vez, a eso se debió que aunque reconozco que me volteó la cabeza como a una media, igual le temí y me fui. Es que si bien me adoro, no iniciaría nada conmigo mismo. Ni hablar.

Y tú eras yo.

Lo único que hice mal fue irme pronto. Eso, en serio, lo asumo como un grave error. Fue como ir al mejor bar a beber una sola copa de algún delicioso licor y luego tener que forzosamente partir. Es que, en suma, yo no sabía que me dejaría con el diente picado. Queriendo más de ella.

Lo bueno, o malo, según sea el caso, es que en la actualidad ni yo soy el eterno aspirante a escritor, ni ella la escurridiza mujercita de ese entonces. O, bueno, al menos ahora ya soy la mejor tentativa de escritor que desconoce mi ciudad. E intuyo que ella la misma mujer inconforme de siempre. Y la genial de nunca.

Ayer la volví a ver. Y todo fue una inquietante sucesión de flashbacks: cuando ella hablaba de su actualidad, o sea, de sí misma, parecía también relatar nuestros tiempos. Esos en los que ella decía estar  interesada “a su manera” en mí y yo, por mi parte, lucía temeroso de complicarme la vida con una chica tan parecida a mí. Con algunos años menos, claro.  

Nerviosa. Eso se notaba en sus mejillas, las que todo el tiempo lucieron de un color cercano al rosáceo intenso. Como si la sangre le estaría fluyendo en furiosas idas y venidas y esto se exteriorizara ante mis ojos en su rostro. Como si pasara por emociones muy similares, o iguales, a irrefrenables orgasmos seguidos. ¿Y Yo? Yo, más bien, estaba muy tranquilo.

Ella se pasó la noche contando su poca suerte en el amor. Incidiendo en todo lo malo de aquellos muchos chicos que se interesan en ella. Y todas esas debilidades eran mis fortalezas, qué casualidad. Lo cierto, es que no me dejé manipular y conté muy fresco pasajes de algunas aventuras con todas esas chicas que, sospecho, ella nunca pensó que había tenido.  

Ella llenaba los silencios con cualquier palabra. Eso confieso que me gustó. En una parte de la noche dijo: “Yo no le doy mi número de teléfono a quien he conocido en un bar o discoteca. Ni loca”. A mí sí me lo diste, le dije. Sonrojada quedó. Luego dijo: “No llamo nunca a quien me gusta, parecería muy interesada y de eso no se tiene que dar cuenta el hombre”. Me llamabas siempre. Cuando sentías miedo, cuando estabas feliz, cuando te embriagabas, cuando oías una canción que querías recomendarme y también algunas madrugadas donde perturbada me pedías que no me enamorara porque tú no querías a nadie, así le dije. Ella me oyó y por unos segundos cerró los labios sin decir nada. 

—Igual tantas llamadas pudieron deberse a que ambos teníamos llamadas ilimitadas—le dije buscando bajar la intensidad del momento. Aún más sorojada dijo: “Debió  ser por eso”. Luego nos reímos con la misma intensidad.

Al final de cuentas, no entiendo para qué volvimos a juntarnos. Debe ser por eso que no le puse muchas ganas al reencuentro. Pero fui, que no es poco. Es más, esa  noche de martes deseé tanto que me dijera que se suspendía todo.  Pero no. Ella ya tenía todo listo.

Estuvimos cinco horas que pasaron muy rápido. Y no me da la gana de saber si eso fue un buen, o mal, síntoma. Lo real, es que sigo sin entender que esperaba ella que ocurra.

Sus penúltimas palabras tomaron forma de preguntas: “¿Y qué es una cita?, ¿Cuándo se puede decir que es una cita?” Como me tomó por sorpresa, solo me salió decir: “Cita es, creo, la de un sábado por la noche, cuando te vistes linda y antes pasas por el salón de belleza para que te pongan más hermosa de lo que ya eres” Otra vez nos reímos. No te pierdas, le dije. Nunca me pierdo, dijo. Hemos aparecido como milagro de Navidad, tampoco te creas que fue por cualquiera cosa, dijo sonriente mientras subía a su auto.

Después de eso, caminé un poco, encendí un cigarro y abordé un taxi pensando en dos cosas: en si no pudimos evitar profanar al sentimiento muerto de la que fue nuestra historia y en que debía escribir de ella. Y finalizar el relato con lo siguiente:"Hice lo que siempre pediste y nunca quise: escribí de ti. Desde la nada a la nada. Y lo hice, porque creo que tal vez eso sí merezcas y ya no mi amor". 

Ya está. Deuda saldada.  
     

No cuentes conmigo


Tengo suficiente con parecer medio puta como para, además, ser fácil. Es lo que acaba de cruzar por mi mente.  También pienso que  me pasan demasiadas cosas.

Lo bueno, es que las escribo casi todas.

No uso skype. No me interesa usarlo. Aunque, ahora que lo pienso, hay una razón que en estos días parece tentarme: un ex, que vive afuera, insiste en que instale ese programa. Asegura, el muy fresco, que podríamos juguetear durante la madrugada. Pero no atraco. Igual, y seamos claras, el wi-fi no traslada sensaciones, roces y mucho menos fluidos. 

Ahora bien, mi reciente experiencia con el whatsapp es también extraña. Es bien directo todo ahí. ¿O solo son así conmigo? En fin, el punto es que algunos se valen de esa inmediatez para intentar activarme en todos los sentidos posibles. Entonces, el resultado es que mi archivo de fotos y vídeos es casi un sitio pornográfico de mediano presupuesto. Lo raro, es que con los chicos con los que he tenido algún tipo de intimidad casi no hablo por esa vía. En cambio, con los que recién conozco—como los del trabajo con quienes anda aún efervescente el tema de la tensión sexual—si hablo muchísimo por ahí y de puras huevadas nomás. Todos esperan la salida ganadora. No saben que tengo códigos y que jamas saldría con un compañero de trabajo. Jamás. Ni borracha y necesitada.

En ese caso: I touch myself, como la canción.  

Es que tampoco soy promiscua, ni hablar. 

Otra cosa: ninguna mujer me habla. Ni mis supuestas amigas. Me odian todas, carajo. E intuyo que se rompen la cabeza queriendo encontrar la razón del por qué me pasan esas cosas a mí y no a ellas. Estoy segura que piensan que no merezco mi suerte. Pobres huevonas. Si justamente están solas porque gastan tiempo tratando de explicarse que tiene otra (en este caso yo), en lugar de reparar en que tienen ellas de interesante.

El hombre es un mundo, claro. Pero no todo mi mundo, pues.     

La otra noche, me escribió “D” el gordito “cabeza de tapper” de la facultad. Era para invitarme a la presentación de un nuevo libro suyo. No lo veo siglos de siglos y apenas sé que vive en Europa. Y que es, digamos, un escritor respetado. En mi caso, y  si me esfuerzo en los recuerdos, lo tengo como un chico más bien limitado, terco y algo agresivo. No he leído ni media línea de lo que escribe. Igual sospecho que no me pierdo de mucho.

“El after party es nuestro, Zoé”— me dijo el muy pendejo por inbox de facebook

No iré, que se joda.  

El punto es que me pasa cada cosa. Ahora ha aparecido un chico raro, pero primero debo contar como lo conocí….  Hace algunos meses uno de mis ex’s me citó en un lindo restaurante para decirme “algo muy importante e impostergable” y entre muchos chilcanos dijo que partía a España a hacer una Maestría. Y muy mal, porque yo que pensaba que me citaba para decirme que me extrañaba y que vayamos a tirar como nunca antes.

Es que tampoco era uno más. Él se mantiene como la única foto en pareja que figura en mi Facebook. Estuve muy enamorada de él, ni negarlo.   

Entre molesta e incómoda tuve que aceptar que igual ya estábamos ahí. Cambié de cara  y hasta un tibio beso nos dimos mientras celebrábamos. En eso, dijo que solo nos enteraríamos su mejor amigo y yo de su viaje. Agregando que el individuo estaba llegando al lugar a darnos el encuentro. Y confieso que lo odié tanto sin aún conocerlo, pues yo me hacía encima de mi ex cabalgándolo en algún cercano hotel. 

Pasados unos minutos, el chico llegó, bebimos muchísimo y todo bien. Él, tan guapo y culto terminó opacando a mi ex. Tanto que se convirtió en el centro de mi atención y mis crecientes deseos, ya poco furtivos a causa del alcohol. Y se dio cuenta, creo. Por eso, es que muy amable se ofreció a llevarme de vuelta a casa. En ese segundo, la cara de mi ex lo dijo todo, pero igual me fui con el amigo. Quien en la puerta de casa, al despedirse, amagó besarme. Lo que con mucha cautela y elegancia evité que ocurriera. Pretexté, para disculparlo, cada uno de sus zarpazos entendiendo nuestro lastimoso estado.

El punto es que todo debió quedar ahí, así parecía al menos. Pero no. Mi ex llegó a su alejado destino y pienso que, de lo molesto que estaba, solo me comunicó su normal arribo a Europa. Nunca me habló más. Del amigo no supe nada en dos semanas. Pero confieso que me acordé de él y de ese grueso—y excitante—bulto que se formaba ahí cuando estaba sentado manejando.     

De pronto, una noche timbró el celular como a las tres de la mañana de un martes cualquiera. Era él. Medio dormida—o dormida y medio—lo pude oír pidiéndome consejos sobre un tema laboral que ni entendí bien. Lo que dije, estoy segura, fue para salir del paso y nada más.   

Ya a la mañana siguiente vi su solicitud de amistad en facebook y varios mensajes suyos en whatsapp. Pasaron días y, como quien no quiere la cosa, ya no éramos extraños: yo le decía “cariño” y el “queridita”. En eso, salí de viaje por trabajo y no tuve tiempo de contactarlo durante esos días; ya a mi vuelta dijo haberme extrañado. No supe que decir ante eso, la verdad.

Yo no extraño a nadie. Extraño momentos, eso sí. Personas casi nunca.

Extraño olores. 

O escribir, por ejemplo. Eso sí.    
   
El punto es que cada experiencia me lleva a que amo escribir y creo que esto se da, entre otras tantas razones, porque me permite no estar rodeada de nadie y solo conmigo misma.

¿Disfrutarme, se entiende?

Fumarme un pucho con mis adentros. Hurgar en mis laberintos y perderme en ellos si me da la gana. Intentar, una vez más, entenderme y cagarme de risa cuando no lo consigo.

Otra cosa, detesto hablar por teléfono. Todos se quejan que cuando me llaman al minuto ya les estoy colgando. Es raro porque puedo oír, como ahora que escribo, miles de veces la misma canción, pero veo tan insufrible comunicarme por teléfono.    

Por eso, y volviendo al chico este, cuando él cree que es muy impersonal escribirme por whatsapp y prefiere llamarme yo lo siento como una sentencia de muerte. No lo soporto y lo nota. Hoy me lo ha dicho.

— Cuando te llamo, parece que se acaba la magia y no tenemos nada que hablar. Me jode porque me pareces una chica estupenda, hace tiempo que no me interesaba tanto alguien—me dijo.
— Hablar en horas de trabajo nunca va a ser lo ideal—le dije.
— Debe ser eso, ¿te llamo después ya?

Y mentí. Porque no solo no me gusta hablar por teléfono, sino que no me gusta que me obliguen a lo que no quiero hacer. Él me parece una chico espléndido y solo le podría objetar que es algo intenso a veces. Quiere salir seguido. Yo no. Esa idea, en todos los casos, siempre tiene que partir de mí.  Nunca al vesre.  Y no es que me sienta tan importante, ah. Ni hablar. Para desechar esa idea debería decir que el chico que me gusta me ha dejado desairada ya tres veces esta semana.

Esperen, está llamando el denso. Voy a inventar algo para colgar pronto. 


Tantas veces yo.


Esto de ser un patán ya me está cansando. Es un duro peso como para llevarlo puesto todos los días. Siento que me quiero tan poco y que lo que hago es apenas el inútil  intento de mitigar mi soledad acompañándola de caricias y besos que casi no siento.    

Engaño y me engaño. Soy una mierda.

Quizás debería decidir no ver a nadie que no me interese y ser menos huevón con las que me encantan. Vamos, de una buena puta vez, decidir algo y mantenerlo sin esfuerzo. Ahora mismo, se me ocurre encerrarme en mi departamento por algunos meses a terminar mi novela. O sea, salir a trabajar, llegar a casa y escribir mientras bebo decenas de chilcanos por horas. Eso me sirvió alguna vez, lo recuerdo bien. Pero eso ya lo voy a planear mejor. Lo que sí, es que no quiero cagar a nadie, ni ver a quienes me cagarían a mí.

Hablo de mujeres, queda claro, ¿no?     

Por lo pronto, es de noche y estoy invitado por un prestigioso escritor a la presentación de un nuevo libro suyo en una librería que no conozco, pero que pinta como muy linda. O, al menos, eso dicen las fotos que estoy viendo en su Facebook.

Llegué.

Ingreso a  la sala de presentaciones y la veo abarrotada de gente. E igual muy rápido uno de los mozos me entrega un chilcano. En este segundo, pienso que tal diligente acto, tal vez, podría responder a que visto y tengo aspecto de escritor o a que parezco el típico borracho afanoso de todas las presentaciones. O a ambas.

Soy borracho y escribo. Primero lo segundo, por favor.

Por el whatsapp, Jimena, sí Jimena, aquella que escribe casi mejor que yo, es guapísima y desistió de seguir viéndome a pesar que tuvimos una primera grandiosa salida, insiste preguntándome si me han invitado y si asistiré. Le digo que ya estoy aquí. Me dice que está a cinco minutos y que le reserve un lugar para sentarse. Pero no hay lugar, todas las sillas están ocupadas.  

Segundo Chilcano.

Me acabo de encontrar con el escritor y nos estamos abrazando efusivamente. Lo envidio un poco, la verdad, y lo hago con la única envidia que existe: la insana. Pienso que mi talento es mayor, pero que sus ganas lo dotan de un aplomo del que creo carecer. Y digo aplomo queriendo decir huevos, creo que se entiende. Me pregunta, en medio de mucha gente, que cuando voy a  publicar y presentar un libro. Dice que ya me toca. En eso, he cerrado los labios, lo observo un segundo y respondo que en un año debe de estar terminada alguna de las tres novelas inconclusas que tengo o que, en su defecto, voy a compilar una decena de mis mejores cuentos y voy a publicar algo para mandar al carajo a todos los que se preguntan cómo se es escritor sin haber publicado nada. 

O para darles en la yema del gusto. 

Pero sigo siendo la más brillante tentativa inacabada de escritor que desconoce el país, terminé diciendo en medio de una creciente risa general.

—Este huevón escribe como nadie—irrumpió Jimena.     
              
Tercer Chilcano.

Hasta esta noche de Jimena, ciertamente, solo tuve noticias por su Facebook. La vi en fotos en Cancún, Las Vegas, Chincha y en muchos otros lugares. Siempre, como era de esperarse, con el idiota de su novio. Bobo al que conoció a la par que a mí, en la misma semana. A él en su trabajo y a mí en un círculo de escritores. La diferencia es que él inmediatamente decidió enamorarla y yo, que llevaba cierta ventaja en el interés de Jimena, suspendí nuestra primera cita media hora antes del encuentro por salir con Mariana, solo porque con ella tenía asegurada una estupenda sesión amatoria.

Odiaba los recorridos largos. Ya no tanto. 

La abrazo a Jimena al tiempo que le digo en voz bajita que está muy rica. No ha llegado sola, vino con Sara a quien me presenta como su mejor amiga. La veo y lejos de impactarme me ha parecido que con su presencia mis casi nulas posibilidades de terminar horizontal con Jimena se han esfumado sin remedio. Igual soy amable y trato de parecer gracioso con los comentarios que hago. El pequeño círculo que formamos los escritores en medio del recinto, y Sara, se están riendo de mis capacidades humorísticas.

Jimena, les comunico, es “ella” desde este punto del relato en adelante. Ella, me mira orgullosa, lo sé. No me lo dice, pero lo leo en el gesto que se dibuja en su rostro. Intuyo que piensa que mi seguridad la hace quedar demasiado bien ante Sara.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, se escucha por los parlantes. Es Calamaro. 

Este es el único cojudo que la primera vez que te dice para salir te suspende la cita veinte minutos antes, le dijo eufórica ella a Sara, mientras me miraba con un gesto entre jocoso y malvado.

Terminó todo. Quedamos solo ella, Sara y algunos familiares del escritor. No le he comprado el libro, ya después lo leeré en pdf. Yo solo pago por grandes obras. Ella, competitiva como toda mujer, acaba de comentarle a Sara—a modo de verdad disfrazada de broma—que estoy intentando llamar su atención. Igual el tiro le salió por la culata: la amiga, después de escuchar esto, me ha mirado con mayor interés. 

Estamos parados en la puerta de la librería y acabamos de decidir que iremos por unos cuantos tragos más. Solo unos pocos más, dijo ella. Y como hay restaurantes para toda ocasión, pues también hay bares para distintos propósitos. E inmediatamente supe donde debíamos ir. El lugar elegido, me aseguraba tres puntos fundamentales para esa noche: buenos tragos, deliciosas pequeñas porciones de comida y cercanía a la puerta para poder salir a fumar. 

Cuarto Chilcano.

Hablamos por turnos de nuestras vidas, de la suya en común (llevan de conocerse una docena de años) de lo poco que vivimos ella y yo—o sea, una primera salida suspendida y una primera espléndida salida—y de Literatura. Sara, quien confiesa no ser una lectora compulsiva y mucho menos haber escrito alguna vez, es inteligente y se cuida de no opinar sobre lo que no conoce. Ella, por su parte,  es redundante en aquello de elogiar mi escritura. Yo hago lo mismo. Y soy sincero, jamás le regalo un halago a nadie.  

Casi no reviso mi celular, lo siento como una gruesa falta de respeto. Sara tampoco lo hace y anda muy interesada en conocerme más. Noto que mis historias, a pesar de mi voz de borracho ansioso, le gustan. La veo y en silencio pienso que hace apenas medio año, en la misma situación, ya hubiese actuado. Ella, sin razón, se ha alterado un poco porque una chica—a la que juro que no conozco y es solo una lectora de mi blog literario—está insistiendo en preguntarme si voy a ir a un concierto al que nunca pensé asistir. La casi desconocida me reitera que ya está ahí. Me importa un carajo, acabo de pensar.  

—Dame para escribirle que no te joda—dijo ella.   

Me sorprendí mucho de esa actitud. Sara igual. Ahora se han ido al baño juntas y yo, por fin, puedo salir a fumar. Al volver, ella me ha recriminado haber abandonado la mesa. Le dije que salí unos minutos a fumar. Hubiese querido acompañarte y fumar juntos, me dijo ya más calmada.

Minutos después, Sara parte al baño e inmediatamente ella me pregunta si su amiga me gusta. Le digo que no. No la dejo de mirar y noto un cierto alivio. A ella sí, como ya te diste cuenta, me acaba de decir. No le he respondido.

Quinto Chilcano.

A ella, los tragos la andan precipitando a decir muchas verdades espontáneas. Me ha pedido ya dos veces, ante la atenta mirada de Sara, que huela su cuello; al tiempo que asegura que su perfume—entremezclado con su bronceada piel—despide un exquisito olor. Lo hice pero muy incómodo y he alucinado que olía a nosotros desnudos mientras bebíamos, fumábamos después de hacerlo desenfrenadamente.       

Ahora Sara se ha ido, otra vez, al baño y nos hemos quedado ella y yo ebrios de alcohol, recuerdos y un gusto que no ha querido irse. Nos hemos mirado con miedo de nosotros mismos. No he tomado la iniciativa. No lo siento justo para mis circunstancias actuales y mucho menos para ella que tiene muchos planes con su chico. Nos hemos casi olido mientras nos hablábamos muy cerca. Igual sabemos que nadie va a mover medio pie para que algo suceda. A este punto, siento que, efectivamente, nos tenemos un lindoy muy excitantepavor. Y que ella preferiría que bese y me quede para siempre con Sara y que, por fin, pueda tener una razón para no pensarme. Siento, además, que prefiero seguir como estoy, ya sin buscar agradarle a nadie. Luego, en medio de un rapto de lucidez, me ha pedido que le averigüe la dirección y teléfono de mi psicoanalista porque le preocupa no saber manejar algunas situaciones. 

El momento tenso se ha instalado.

Nos veo e intuyo lo que podemos estar pensando los tres: Sara piensa que fue buenísima idea la de acompañar a su intelectual amiga a una de esos eventos a los que creyó tan aburridos, Ella, por su parte, piensa que soy una deuda pendiente, me escucha y destruye mentalmente a su chico; cree (erróneamente) que es lo mejor del mundo salir con un escritor y yo estoy pensando en lo lindo que es ser consecuente sin esfuerzo.

Ella ha aplicado a unos estudios de narrativa avanzada y, como todo indicaría que yo podría correr la misma suerte, me ha pedido que estudie la posibilidad de tentar ingresar. No lo pienso hacer. Sara, la amiga, me ha mandado la solicitud  de amistad por Facebook. He visto sus fotos, pero no la he aceptado.

No cometas el crimen varón si no vas a cumplir la condena, reza la letra de mi canción preferida.