En adelante,
y ya habiendo ella culminado la relación con el marino gruñón, solo nos
separaríamos hasta cuando, como todas las noches, la recogía de la Universidad para
llevarla de regreso a su casa. Estaba todo genial. Que digo genial, increíble.
Me conmovía como nos divertíamos hablando de nuestras vidas,
compartiendo los más lindos poemas de Neruda, y analizando canciones de letras
comprometidas.
Cuando la relación mejor marchaba, ella me propuso algo que lo cambiaría todo
para siempre: presentarme a sus padres. Me dijo que lo iba a planear muy bien y
que todo saldría muy bien. Yo, la verdad, le creí y acepté sin dudarlo. Los
días transcurrirían sin mayores sobresaltos mientras se acercaba la citada
fecha.
Lo cierto, era que nos estábamos amando como nunca cuando faltaban pocos días para la
presentación.
—Aunque mi padre adoraba a Fabricio se que a ti también te va a querer—me dijo.
Mientras yo pensaba que al marino zonzo, ese nombre de “marica” no se lo
quitaba nadie.
Era viernes, salí temprano dela Universidad y fui por ella para luego enrumbar a la cena en la que sus padres, supuestamente, bendecirían nuestra relación. Todo el camino lo pasamos haciendo bromas de como se portaría su padre conmigo. Le confesé, medio en broma, medio en serio, que me atemorizaba un poco aquello que su “papi” sea un militar de alto grado.
—Que ni crea que me voy a cuadrar frente a él rindiéndole reverencias—dije
jocosamente.
Mientras sacaba la llave del bolso, y cuando se aprestaba a abrir la puerta, de pronto volteó y me besó largamente como nunca antes. Tras eso, dijo amarme y que jamás se había sentido así de feliz como conmigo. Apenas ingresamos lo primero con que me topé fue con su hermoso, y muy fino, perro (que a la larga se convertiría en el único al que puedo decir firmemente le caí en gracia en esa casa) ya luego ingresaríamos a una especie de sala contigua a la principal.
Todo era muy
fino, lo recuerdo bien.
—Siéntate que deben estar en el comedor, espera que les aviso y vengo—me dijo
mientras yo seguía impresionado por la elegancia del lugar.
En eso, salió el padre seguido por una confundida Mía. Me saludó secamente, pero sin embargo igual me invitó a pasar al comedor. En eso, ella me
tomó fuertemente del brazo y me dijo que no sabía nada. No
entendí y seguí caminando sin sospechar nada.
Entré y lo primero que vi fue a un mastodonte que me miraba con cara de no
pocos, sino de ningún amigo. Seguí sin entender nada, pero si pude notar un
ambiente especialmente caldeado.
— ¿Tu nombre es?—preguntó como desairándome el padre.
— Se llama Genaro, y lo sabes papá —dijo
ofuscada, Mía.
Entonces fue
que tímidamente desvié mi mirada paseándola por todos los rincones del lugar queriendo
entender qué carajo pasaba.
Resultó ser que el muy pendenciero del padre—confeso hincha del marino— en una
evidente actitud provocadora lo había invitado a mi presentación, a
mi noche. Obviamente, con la clara intención de hacerme sentir quien era quien
en su casa y también en la vida de su hija. Tal vez, lo único gratificante de
esa noche es que nunca me achiqué y repelí sin despeinarme la
artillería pesada que me lanzó el padre. En cuanto al marino, con solo algunas
frases le hice sentir que presumía de la gloria de un uniforme que no solo no
le alcanzaba, sino que no merecía.
Pero como no
estaba dispuesto a competir con los payasos que ya tenía ese circo, se me
ocurrió fingir un repentino malestar de salud y anuncié mi retirada.
—Señores, me he sentido mal todo el día entonces es que prefiero retirarme. No
sin antes decirles que quedo agradecido por su hospitalidad —dije entre
“cachoso” y serio.
Me despedí uno a uno de todos, el padre apenas me estiró la mano, el marino
sonreía como festejando ilusamente una victoria que sabía de sobra no había
obtenido. A la madre, nunca le pude oír claramente la voz, esto es, ni me
defendió, ni me cagó. Entendí, que era la típica esposa del militar de la
época: ciega, sorda, y muda.
Salí raudo, Mía me siguió mientras se disculpaba y decía que se iría conmigo,
que la esperara. Yo no me detuve en ningún momento.
—Nadie tiene culpa de nada, quédate que ahora quisiera estar solo. No pasa nada,
descuida—dije evitando que se note lo mal que me sentía por dentro.
Ver sus ojos
llenos cuando me iba, es una imagen que jamás he podido borrar de mi mente.
Caminé casi sin pensar, encendí un cigarro y justo cuando puse un pie fuera del
exclusivo condominio, me quebré sin remedio. Fue ahí que todo mi
aplomo, alma de guerrero, y seguridad se desmoronaron y no me sentí avergonzado
de llorar como lloré. Y no diré, como otros ante situaciones parecidas, que
lloré de rabia. No. Lloré como se llora cuando el dolor se apodera de uno,
cuando se entremezclan las heridas sangrantes y la tristeza emergente.
En adelante, nos veríamos muy pocas veces. Y esto, porque el padre había limitado
sus salidas en aras de evitar cualquier tipo de contacto conmigo. Le dijo que
nunca permitiría nuestra relación y que lo que más le convenía era retomar la
relación con su engreído el marino.
Inevitablemente volvieron a ser pareja y esto a pesar que nunca existió el adiós entre nosotros.
Pasaron los
años hasta que una noche envalentonado por grandes dosis de vodka, y por los
ánimos de uno de los pocos amigos en común que seguía frecuentando, que la
buscamos con tal suerte que fue justo ella quien contestó el intercomunicador
de su casa.
— ¿Genaro eres tú?— me dijo emocionada—espérame que ya bajo—siguió diciendo.
La esperamos con el auto encendido. Ella apenas salió, raudamente subió a la parte trasera donde estratégicamente yo me había ubicado. Enrumbamos a casa de este amigo, quien al llegar nos dejó solos y callados. Pasamos varios minutos solo mirándonos y oyendo en medio del silencio todos los sonidos de la casa.
Hasta que fui yo quien rompió ese estruendoso silencio.
— Pienso que no deberíamos reclamarnos nada si, acaso, seguimos creyendo
fervientemente aquello que las cosas siempre pasan por algo, ¿no?—pregunté con
lo poco de voz que podía despedir a ese momento. Podría, entonces, repetirte la
letra de la canción que tanto solíamos oír: “Y ahora dime como te olvido...
dime ahora como consigo apartarme del amor, alejar el dolor”— seguí diciendo
mientras secaba el llanto.
Ella solo lloraba y me miraba. De pronto, me abrazo fuerte y me dijo que por
favor me cuidara que ya tenía que irse y que no la siguiera. Que eso era
lo mejor para los dos.
El inevitable transcurrir de los años trajo consigo nuevos amores y justo
cuando terminaba la carrera conocí a una mujer hermosa: Andrea. Quien no tuvo
que hacer más que ser ella para lograr que la amara desde que la vi.
Nunca la
quise, la ame de frente, digo la verdad.
Un día
después de celebrar un año con ella, sonó el teléfono. Estaba solo, con la luz
apagada y escuchando música.
— Genaro soy yo Mía— me dijo en voz baja— mañana me caso y no sé si estaré loca
pero quisiera que me digas cuanto me quisiste — me preguntó directa.
— Muchísimo—
respondí tomándome mi tiempo—por eso es que espero que seas muy feliz, lo
mereces por todo lo buena mujer que eres —dije bajando las revoluciones del
momento.
Me colgó, pero igual no pude evitar sentirme extraño ante el hecho que aun amando
a otra, haya sentido como aquellos años (con Mía) volvieron por algunos
segundos. También pensé lo egoísta de su actitud al intentar
arrancarme una confesión sobre eso mismo que ella no quiso defender.
Apagué la
luz y me acosté.
Por
eso, habiendo pasado tantos años cuando aquella tarde la pude ver en ese
restaurante no atiné a nada, solo a sonreír pensando en lo lindo que es, a
veces, alimentarse un poco del pasado, pero de todos modos resultaba mucho
mejor alimentarse del presente, o sea, mi sopa preferida que aun hervía.