Días de Abril [ 03 ]


Terminó marzo y empiezan (¿o ya terminaron?) los días de Abril. 
Decir que no lo esperaba, y agregar que mucho menos tuve en cuenta esa posibilidad,  no sería faltar a la verdad. Por el contrario, si categóricamente lo afirmara, esto se explicaría en que mi cabeza andaba ocupada pensando en otro fruto prohibido: M. Y no es que esto, quiera decir que era un acontecimiento al que le era del todo indiferente. En el fondo, siento que no lo deseaba pero que tampoco me molestaba la idea de volver a verla. No obstante,  igual estaba seguro que más temprano que tarde acabaría por suscitarse nuestro reencuentro.
Al fin sucedió. Y se trató, pienso, de un artilugio (uno más) del destino o quizás otro de los designios de mi alborotada mente.
Fue esa noche, mientras charlaba con M y dos de sus amigas— y en vista que el mozo no se acercaba, ni por casualidad, a nuestra mesa—que me aproximé presuroso a la barra a efectos de solicitar cuatro dosis más de vodka con naranja para seguir remojando nuestras sedientas gargantas. 
En eso, sentí que me tocaron el hombro con una inicial suavidad la que luego mutaría a una inusual (y sorpresiva) firmeza. Era una mujer, eso lo tenía clarísimo, faltaba solo saber de quién se trataba. En ese segundo, me pasaron varias imágenes de personas que podían ser, pero decidí no intentar develar el misterio y me mantuve casi inerte.
Recuerdo, que esos segundos los quise vivir tal y como el guión de ese corto que nunca he de filmar, o sea, en esa escena ella no menciona palabra alguna, él tampoco y optaban por dejar que sean sus olores y energías los que les arrojen un resultado, acaso acertado.  
Era ella, todo parecía indicarlo.          
Lo cierto, es que tras el término de los estudios literarios que compartimos, apenas dos veces me había tocado verla y siempre, pero siempre, evité saludarla o siquiera que notara mi presencia. De esas ocasiones recuerdo, además, que en ambas la encontré en ese mismo bar que solíamos frecuentar salidos de clases.

Era ella, lo intuìa.
Por otro lado,  no puedo negar que viéndola eché de menos esos días donde ella me enseñó una acepción (desconocida-digo la verdad- hasta ahí para mí) de la palabra amor. Aquella que nos mostraba conociéndonos muy poco y sin ninguna intención de interiorizar más en nosotros mismos.  Porque, sin lugar a dudas, eso poco nos bastaba y hasta siento que de alguna manera nos satisfacía el vernos despojados de esa fantasiosa creencia (aquella a la que yo-lamento confesarlo-me aferré siempre) que señala imperativamente los pasos a seguirse dentro de una relación: conocerse, gustarse, quererse, amarse, matrimonio, hijos, vida en común forever and ever.  No. Nosotros vivíamos el día a día y buscando solidificar eso poco que invariablemente conseguía enlazar nuestras almas.
 En mi caso, ahora que lo pienso, fue un real hallazgo descubrir que por primera vez ninguno de los actores de una relación (es decir, en este caso: ella y yo) intentaba ejercer dominio sobre el otro. Por eso, es que poco a poco me resultó fácil comulgar con ella en eso de pensar que no había que pensar y que solo se trataba de vivir.
Tal vez por eso, precavido yo, siempre me hice la idea que éramos algo así como dos autos surcando una autopista desconocida, obviamente sin un destino prefijado. Y tan solo disfrutando del frenetismo de la velocidad, pero sabiendo que en alguna parte del camino uno de los dos terminaría sin previo aviso girando el timón y ya para nunca volver la mirada para atrás.                         
Entonces, volviendo a esas veces, solo atiné a de lejos contemplarla y a la vez notar como mi rostro no quiso disimular el enojo que me recorría al verla abrazada a Bruno (sí, el otrora mal amante, estudiante de Literatura, y actual columnista de una conocida revista local) regalándole frente a mucha gente, a él sí, caricias completas. Obviamente, que nada parecidas a las tibias que algunas noches tímidamente, sin ser ella tímida, tuvo a bien brindarme en ese mismo bar. Esas noches en las que,  para no levantar sospechas, prefirió que nuestro mejor panorama sean las cuatro paredes de mi departamento y solo recién ubicados ahí empezar a evacuar inusitadas confesiones, miradas pendejas, y caricias deliciosamente invasivas.   
Era ella. Ya sus olores, y la suavidad de sus dedos (aun sobre mis hombros) habían terminado por desnudar esa feliz verdad. O, al menos, eso quise pensar.