Shot of Poison [ Tu dulzura y mi diabetes 09 ]


Nuestro juego me estaba cansando, y mucho. Entonces reflexioné y llegué a la conclusión que ese “toma y da” me estaba robando alegrías y regalando tristezas. Entendí, por fin, que ese enfermo ejercicio intercalado de amor y odio nos estaba haciendo mucho más daño del que pensábamos y del que, creo, podríamos aguantar.

El punto es que sigo pensando que lo que hizo, o, dicho mejor, lo que dejó de hacer, el día de mi cumpleaños fue un golpe bajo. Por eso, nunca siquiera evalué la posibilidad de pasárselo por alto. Esa rarísima, e inentendible, intención de ejercer ausencia—en búsqueda de "generar" presencia —lejos de movilizar dentro mío emociones parecidas a la nostalgia lograron ubicarla en medio de la desconfianza y duda que es seguro merecían su actuar.

Sin embargo, a pesar de esa ligera--pero constante--amargura, nunca pude dudar de su amor y pienso que ella del mío tampoco. A eso, tal vez, responda el por qué siempre defendí tenazmente lo entrañable de lo nuestro.

Es que eso que nos seguía quitando vida, también nos alejaba de la muerte.

Porque contradictorio, o no, sin nuestra dosis de nosotros mismos puntualmente inoculada dentro nuestro, no podíamos vivir.

De esas, las dosis, hay una que, entre otras muchas, recuerdo bien: la noche que mirándola a los ojos le dije que sabía perfectamente que la proporción de malicia que llevaba dentro no era poca, pero que la que perdonaba pues nunca me habían gustado las buenudas. Jamás.

— Un día te voy a arrancar de mi vida.
— Uhm...eso va a estar muy difícil porque para eso faltaría que quieras y nunca vas a querer eso.
— ¿Qué te hace estar tan segura que no podría querer hacerlo?
— Que me lo digas. No creas nunca en quien te anuncia la próxima llegada del amor, ni menos su pronto deceso. Está mintiendo.
— ¡Puta madre cojuda, eres genial, hasta brillante! Esto un día lo escribiré en el blog ¡Lo juro!

Otro elemento a tener en cuenta, pienso, es que estar sostenidamente bien nos terminaba por hacer mal. Otra fuckin' contradicción, lo sé. Y, quizá, lo sabíamos de ahí que siempre fue moneda corriente que nos distanciáramos en la siempre urgente, y obviamente secreta, necesidad de vivir cada uno su vida—y ojala un amor normal— pero luego terminábamos por recaer y volvíamos a padecer de esa enfermedad a la que solíamos denominarle equivocadamente amor.

Una sola vez me sentí preparado para decirle, ahora sí de verdad, adiós, aunque luego defendí mi decisión con pocas fuerzas.

(.......)

Me sentí insoportablemente vacío. Irremediablemente desolado. Le acababa de decir adiós a mi única historia, sin historia. A mi único amor, sin amor. A la que nunca entendí, a la que nunca me entendió.

Tras nuestra fría despedida, decidí caminar sin importarme que no estuviese en el mejor lugar para hacerlo. El caso, es que era de noche, estaba en el centro de la ciudad y pienso que el hecho que luego de muchos años me hallara tan, pero tan, confundido me hizo no medir riesgos. Lo cierto, es que caminando buscaba darme tiempo para pensar si había decidido bien al extirparla, sin casi ninguna explicación, de mi vida.

Está bien, carajo, si a ella nunca le importaste ni mierda—sentenció excesivamente mezquina una voz desde mis adentros.

Lo que siguió fue que me subí a un taxi sin preguntarle nada al conductor y sin tener un destino decidido. Entré lo saludé y se me ocurrió decirle que parta hacia El Polo en la idea que contárselo a Mafer , tomar un trago y que me "putee" una vez más por lo que hago, hice, digo y dije no estaría demás; si total ya a ese momento estoico me podía bancar cualquier azote, así sea este el más feroz.

[Y es que tras lo que le dije a Andrea, su cara, mis palabras, sus palabras, sus silencios, los míos estaba seguro que ya nada dolería. Nada.]

Mientras oía la música del auto (donde sonaba ausente que coincidencia) decidí cambiar la ruta pensando que pintaba mejor como destino el miraflorino departamento del buen Daniel y esto, entre otras cosas, porque vive solo, tiene muchas botellas de deliciosos brebajes, buena música y encima siempre le pasan las mismas huevadas que a mí: no querer a quien te quiere bien y matar por quien no dudaría un solo segundo en cambiarte como la  "figurita" repetida del álbum mas trivial de Navarrete.

En eso, abruptamente no sé cómo, ni porqué, decidí bajarme unas cinco cuadras antes de mi destino. Mi estado era de total confusión. Un jodido caos se había apoderado, otra vez, de mi cabeza. Las palabras que le dije retumbaban y se repetían una tras otra en mi mente. Por un lado, sentía que lo tenía merecido, pero otra parte de mi mismo me repetía que no iba a poder mantener esa decisión y que alguna llamada mía o de ella nos volvería a juntar quizás más temprano que tarde.

Cuando puse el primer pie en el asfalto ya sentía que algo estaba pasando y que eso no tenía nada que ver con los hechos acaecidos con Andrea. Terminé de bajar y muy cerca pude ver a un niño haciendo torpes malabares con tres pelotas. Me detuve a observarlo equivocarse una y otra vez.

—Ven, mira —me dijo el niño mirándome fijamente.
— Hola—le dije—me tengo que ir, pero tengo esto poco que te lo doy de corazón, créelo—le seguí diciendo.
— ¡No! Quédate un rato, que ahorita me sale mejor.

Me enterneció de verdad ver su repetido intento por dominar el asunto y que yo esté ahí para verlo hacerlo cada vez mejor. Morí viéndolo, lo juro. Era un niño, carajo. De unos siete, u ocho, años lo suficientemente sucio como para recibir las miradas despectivas de muchos. A mí solo me salió abrazarlo cuando celebraba que ya no se le caían tanto las pelotas.

Le pregunté donde vivía, sobre sus padres y por su vida en general. Me contestó que su casa estaba bastante lejos, pero que él esperaba que pasara el último ómnibus para pegar la vuelta a su lejano hogar.

— Y qué tal aquí ¿Todo bien?— pregunté.
—Sí, es que aquí están mis amigos, jugamos mucho, ganamos platita y la pasamos bien—me dijo sonriente.

De pronto, me volví a quedar mudo sintiendo como una profunda tristeza se apoderaba de mí. Pienso que en esos segundos estaba terminando de procesar todo lo que me había pasado esa noche. Enseguida, solté algunas lágrimas y esta vez no me sentí el estúpido hipersensible que siempre se le llenan los ojos por, en su mayoría, causas banales.

— ¿Por qué lloras? — me dijo con mirada de no entender nada.
— No es por ti, ojo, no me das pena tu. Me doy pena yo.

En ese momento se me ocurrió pensar que tal vez la vida sea, justamente, eso: una especie de constante juego de malabarismo en el que un día ya dominado el tema quizá, y solo quizá, ya ninguna pelota se habrá de caer.

 

Pd.- Este post atemporal solo encuentra el HOY para dedicárselo a una amiga entrañable de mil batallas(todas perdidas) para decirle que aunque, para variar, olvidé el día de su cumpleaños nunca olvidaré la amistad que un día me regalo para todos sus días y los míos. A ti Vanessa.