Mosquita muerta [1]


Tumbada en la cama le daba la espalda simulando un agotamiento que sabía bien no llevaba consigo. De todos modos, esto bastaría para una vez más  aproximarse a aquello que lograba mantenerla intranquila. Al intento de descifrar el por qué se sentía ya no cansada de algo, sino hastiada de todo. Todo, es decir, lo que tuviera que ver, así sea mínimamente, con él.

Al cerrar los ojos, Gabriela pudo situarse en aquella oscuridad y volver a verla en ropa interior apenas iluminada por la tenue luz de aquel refrigerador. Y pasar por exactamente las mismas sensaciones: confusión, indefensión y mucho placer. Y, cómo no, volver a maldecirla con todas sus fuerzas por haberla insultado en medio de su precipitada confesión.

— “Lo sabía, siempre me pareció una mosquita muerta esa cojuda” — le oyó decir.  
   
Ahora abre los ojos. Encuentra en ese envolvente silencio al cómplice perfecto de su usual mutismo. Enseguida desvía la mirada y ubica una foto de ellos en la playa. Procura enfocar dándose tiempo para pensar mientras intercala la mirada entre su cara y la de Sebastián. Es una buena foto, sin duda. De esas que encajarían perfectamente en la sección de sociales de esa afamada revista que ambos suelen devorar de cabo a rabo. Parece mentira, pero en la toma se les ve naturalmente relajados y con gesto de sentirse dichosos de tenerse el uno al otro.

No se lo había dicho a nadie. Bueno, salvo a una persona: a Carla. Quien, para colmo de males, al enterarse se dedicó a proferir una retahíla de durísimos adjetivos contra esa persona de la que siempre había desconfiado. Esto, al punto de compararla con un insecto. Y eso Gabriela no se lo iba permitir a nadie y ante ello, a pesar de considerarla su mejor amiga, fue que optó por tomar una considerable distancia de su amistad. 
  
— ¡Ándate a la mierda nunca debiste haber dicho esas tonterías, no sabes nada, nada!—pensaba las veces que desviaba sus llamadas.   
      
Poco después de haberla defendido a ultranza—ante la mirada sorprendida de Carla—una noche volvió a verla. Era la dizque mosquita (más viva que nunca) bailando despreocupadamente mientras estrellaba sus labios contra los de uno que no era precisamente su enamorado. Y ver esa escena, como es lógico, no le supo nada bien y decidió no saludarla también para evitarse el compromiso de albergar otro secreto compartido. Sin embargo, en ese segundo supo que para su infortunio eso de intentar suprimir de cuajo esa parte de su vida no iba a resultar una tarea sencilla. Ni siquiera en dos vidas lo conseguiría y verla solo fue el detonante para sentir todo el peso de esa aplastante verdad.

Gabriela, escéptica por excelencia, no contaba con que el cuerpo, y digo cuerpo queriendo decir piel, atesora una memoria jodidamente tirana. La misma que no conoce de géneros al evocar tactos, roces y eternizar deleites que incorpora en estricto orden de la intensidad de los mismos. Es así que hay archivos, que son en realidad sórdidas imágenes de placer desmedido, con acceso directo (a la mente) y que, además, lo normal es que se sucedan, ahí dentro, en modo random.             

Tras recordarlo, volvió a esa realidad que la hallaba totalmente desarropada, en el más amplio sentido de la palabra, pensando en cómo esa ya habitual escena (la de ella comprobando que ya no lo deseaba) le volvía a repetir que algo se había esfumado o que quizás nunca había hecho acto de presencia. Y, entonces, fingir aparecía como el verbo indicado para definir, acaso fidedignamente, sus días. 

Minutos después, sin hacer ruido se levantó, dio unos pasos e ingresó a ese amplio baño dispuesta a  someterse al veredicto que le daría el inmenso que tenía en frente. Lo primero cayó por su propio peso: ya no podía silenciar  la voz de esa estrepitosa verdad que le vociferaba que era insostenible esa situación y que uno es el sexo sin amor y otro el sexo sin sexo. Y que cuando el goce invade el cuerpo la primera ventana que abre es la del rostro. Y el suyo, pensaba mientras se seguía  mirando, no parecía estar iluminado y menos dibujaba sonrisa alguna.     

 Lo que siguió, fue empezar a intimar con ese gesto desolado que había llevado de la cama al baño. Coincidían, pues, su desnudez con eso de sentirse invariablemente vacía. Naufragaba, como otras tantas veces, en el mar siempre embravecido de su confusión.

A los minutos, ingrávida aun, seguía sin explicarse que la había llevado a acostarse otra vez con Sebastián. Más aun si sabía que tenía ya mucho tiempo de no sentirse excitada cuando lo hacían. Además, si hasta arcadas le producía ver en su cuerpo las marcas que le solía dejar estar atrapada entre sus fauces. Por eso permaneció pensativa y sintiéndose inexplicablemente culpable. Como si lo hubiese hecho con un ignoto amante ocasional en algún furtivo lugar.      

Es que hacerlo solo para no dejarlo arrecho, es demasiado. Es mucho sacrificio para tan pequeña causa, reflexionó en voz alta.