De espaldas a mí [1]

Hambriento llegué al mejor restaurante de comida china de la ciudad. Mi sopa preferida aterrizó hirviendo en la mesa, por lo que gasté unos minutos observando a cada uno de los comensales del salón. No sé bien porque, pero tenía la impresión que alguien conocido se encontraba cerca, muy cerca.

De espaldas a mí estaba cuando la pude ver sirviéndole arroz y pollo con verduras a un par de niños, que enseguida supuse que eran sus hijos y cuando giré la mirada y pude ver a uno que reclamaba ser servido también, de inmediato pensé que se trataba de su esposo. En ese instante más que recordarla adorando los poemas de Neruda, o emocionándose oyendo alguna canción de letra profunda, me vino a la mente lo que me dijo cuando llamó el día anterior a casarse, y la magia que nos envolvió la noche que nos conocimos.
-1-

Sucedió en medio del verano de hace algunos años afuera de una de esas discotecas que, por un tema de exclusividad, eligen instalarse frente al mar. Era viernes, estaba con mis dos amigos de siempre y lo cierto era que no tenía ninguna expectativa para esa noche. Es más, en mi caso, estar ahí se trataba solo de beber cervezas acariciado por la brisa marina conversando sobre las mismas tonterías de siempre con la buena música que nos ofrecía el equipo del auto. Siempre, obviamente, tratando de olvidar que siendo dos contra uno resultaba más que latente la posibilidad de terminar lidiando con otros galifardos para conseguir bailar en algún pequeño espacio de la pista de baile del lugar.

No way, pensaba.

Entre canción y canción les decía que entrar a ese sitio era negarse la posibilidad del intercambio de opiniones sobre lo que sea y eso, la verdad, no admitía discusión alguna. Era así y punto. Insistía que era una estupidez ingresar a ese lupanar disfrazado de paraíso. Les dije que siempre pasaba que cuando por fin lograbas bailar con la más linda del racimo, luego caías en cuenta que no era capaz de enhebrar el hilo de siquiera una conversación irrelevante.

De pronto, un ruido nos obligó a voltear. Era un personaje que en evidente mal estado había osado estacionar aparatosamente su auto muy cerca al nuestro. Hasta ahí solo se alcanzaba a ver las espaldas de una pareja que descendía conversando en voz alta. Lo que vino después fue el derroche, inédito hasta ahí, de la más pura de mis inconsecuencias.

— Si ella entra, nosotros entramos —dije sonando algo imperativo.
— Oye, aguanta compadrito, ¿no era que entrar nos volvía inmediatamente unos huevones?, te me caes todito cuñado. Todito. Si viste un par de buenas piernas y a la mierda lo de la comunicación, ¿de qué carajo estamos hablando? —arguyó fastidiado uno de mis camaradas.
—Piensa lo que quieras pero, repito, si ella entra la voy a seguir hasta solo —dije inexpugnable.

Me di cuenta que ella lo miraba algo nerviosa supongo en razón al notorio mal estado de quien igual seguía bebiendo.

—Es hermosa ¿no?—dije mientras era atacado por las insidiosas miradas de mis lugartenientes de turno.
—Carajo, esta buena pero huevon, ¿qué vas a hacer con su enamorado?—dijo aquel que, de pronto, me huevoneaba a sus anchas.
—Cachorro, no se ha visto ni medio beso ahí, no me desanimes—arremetí entusiasta.
—A mí me parece buena idea entrar, si está claro que las mujeres más lindas de la ciudad están ahí dentro —dijo quien completaba el trío.

Me quedaba claro que juntos éramos algo así como Los Panchos: un trío de tristes pero con buena letra. Eso sí. Entonces, tras el ruido de botellas cayendo ruidosamente a un inmenso tacho los habíamos visto dirigirse hacia la puerta de ingreso de la discoteca.

—Es ahora o nunca— pensé.

Con uno convencidísimo, y el otro aun reprochándome una supuesta ligereza de mi parte, logré ansioso ingresar. No pasaría mucho tiempo hasta que la pudiera ver ofreciéndole una botella de agua al mamarracho que tenia al lado. De lejos pude ver como gesticulaban mientras discutían. Ella, parecía estar enrostrándole su horroroso estado. Él no toleró los reclamos y emprendió como pudo la retirada de la discoteca. Ella lo vio marcharse, respiró, y se sentó no sabía si aliviada o desconsolada.

— Ya pues tanto jodiste y ahora parece que arrugaras—dijo quien fungía de mi verdugo por esas horas.

Sin pensarlo caminé sin mirar a nada que no sea el asiento libre al lado de ella. Me senté, no supe que decir, y ella me miró como si estuviese loco. Pero, no me amilané y ensaye unas palabras ante su perpleja mirada.